Consentimiento sin consentimiento: la uniformaci�n de la opini�n p�blica
Una sociedad democr�tica decente debe basarse en el princip�o del �consentimiento de los gobernados�. Esta idea ha ganado general aceptaci�n, pero es cuestionada al mismo tiempo por ser demasiado fuerte y demasiado d�bil. Demasiado fuerte, porque sugiere que la gente debe ser gobernada y controlada. Demasiado d�bil, porque incluso los gobernantes m�s brutales necesitan en alguna medida el �consentimiento de los gobernados�, y por regla general lo consiguen, no s�lo mediante la fuerza.
Me intereso aqu� por c�mo se han afrontado estas cuestiones en las sociedades m�s libres y democr�ticas. A lo largo de los a�os, las fuerzas populares buscan ganar una mayor participaci�n en la gesti�n de sus asuntos, con algunos �xitos junto con muchos fracasos. Mientras tanto se ha ido desarrollando un instructivo corpus de pensamiento que justifica la resistencia de las elites a la democracia. Quienes esperan entender el pasado y conformar el futuro har�an bien en prestar cuidadosa atenci�n no s�lo a la pr�ctica sino al entramado doctrinal en que se sustenta.
Estos temas fueron abordados hace doscientos cincuenta a�os por David Hume en una obra cl�sica. A Hume le intrigaba �la facilidad con que son gobernados muchos por pocos, la impl�cita sumisi�n con que los hombres entregan� su sino a quienes los gobiernan. Encontraba esto sorprendente, porque �la t'uerza siempre est� del lado de los gobernados�. Si la gente se diera cuenta de esto, se sublevar�a y derrocar�a a los se�ores. Lleg� a la conclusi�n de que el gobierno se basa en el control de la opini�n p�blica, un principio que �abarca a los gobiernos m�s desp�ticos y m�s militaristas igual que a los m�s libres y m�s populares�.
Seguramente Hume subestimaba la eficacia de la fuerza bruta. Una versi�n m�s precisa de lo mismo ser�a que cuanto m�s �libre y popular� es un gobierno, m�s necesita apoyarse en el control de la opini�n para asegurar la sumisi�n los gobern;tntes.
Que el pueblo debe someterse se da por supuesto en la inmensa mayor parte del espectro. En una democracia, los gobernados tienen derecho a dar su consentimiento, pero a nada m�s. En terminolog�a del moderno pensamiento progresista, la poblaci�n debe ser �espectadora� pero no �participante�, fuera de ocasionales opciones entre los l�deres que representan el aut�ntico poder. Ese es el terreno de la pol�tica. La poblaci�n en general debe quedar excluida por completo del terreno econ�mico, donde se determina buena parte de lo que ocurre en la sociedad. Ah� el pueblo no tiene que desempe�ar ning�n papel, seg�n la teor�a democr�tica prevaleciente.
Estos supuestos han sido discutidos a todo lo largo de la historia, pero el tema ha ganado una fuerza especial desde el moderno resurgimiento de la democracia iniciado en la Inglaterra del siglo xvii. El torbellino de la �poca suele describirse como un conflicto entre el rey y el Parlamento, pero, como muchas veces sucede, buena parte de la poblaci�n no deseaba ser gobernada por ninguno de los que se disputaban el poder, sino �por paisanos como nosotros que conocen nuestras necesidades�, tal exponen sus panfletos, no por �nobles y caballeros� que no �conocen los sufrimientos del pueblo� y que no har�n �sino oprimirnos�.
Estas ideas afligieron much�simo a �los hombres de la mejor calidad�, como se calificaron a s� mismos: los �hombres responsables�, en terminolog�a moderna. Estaban dispuestos a conceder derechos al pueblo, pero dentro de unos l�mites y seg�n el principio de que por �el pueblo� no entendemos la plebe atolondrada e ignorante. Pero �c�mo puede reconciliarse este principio de la vida social con la doctrina del �consentimiento a ser gobernados�, que no era tan f�cil de suprimir por entonces? Una soluci�n al problema la propuso un contempor�neo de Hume, el distinguido fil�sofo moral Frances Hutcheson. Argument� que el principio del �consentimiento a ser gobernados� no se quebranta cuando los gobernantes imponen planes que son rechazados por el pueblo, si posteriormente las masas �est�pidas� y �predispuestas� �asienten con entusiasmo� a lo que se ha hecho en su nombre. Podemos adoptar el principio de �consentimiento sin consentimiento�, t�rmino que utiliz� m�s tarde el soci�logo Franklin Henry Giddings.
Hutcheson se ocup� del control de la plebe dentro del pa�s; Giddings, del fortalecimiento del orden en el exterior. �ste escrib�a sobre las Filipinas, que el ej�rcito de Estados Unidos estaba liberando en aquellos momentos, mientras tambi�n se liberaban varios centenares de millares de almas de las tristezas de la vida; o bien, en palabras de la prensa, �haciendo matanzas de nativos al estilo ingl�s�, de modo que �las descarriadas criaturas� que se nos resisten acabar�n �respetando nuestras armas� y m�s tarde llegar�n a reconocer que nosotros les deseamos �libertad� y �felicidad�. Para explicar todo esto con las adecuadas maneras civilizadas, Giddings ide� el concepto de �consentimiento sin consentimiento�. �Si en los a�os posteriores, [el pueblo conquistado] entiende y admite que el contencioso ten�a un inter�s superior, es razonable sostener que la autoridad se ha impuesto con el consentimiento de los gobernados�, como cuando un padre impide que un ni�o eche a correr entre la circulaci�n callejera.
Estas explicaciones captan el verdadero significado de la doctrina del �consentimiento de los gobernados�. El pueblo debe someterse a sus gobernantes y basta con que d� un consentimiento sin consentimiento. Puede utilizarse la fuerza dentro de los estados tir�nicos y en los dominios en el extranjero. Cuando el recurso a la violencia est� limitado, el consentimiento de los gobernados debe conseguirse mediante estratagemas que la opini�n liberal y progresista denomina �manufactura del consentimiento�.
La enorme industria de las relaciones p�blicas, desde sus inicias a comienzos de nuestro siglo, se ha dedicado al �control de la opini�n p�blica�, tal como describen la tarea las grandes figuras del ramo. Y act�an de acuerdo con sus palabras, lo cual es seguramente uno de los temas capitales de la historia moderna. El hecho de que la industria de las relaciones p�blicas tenga sus ra�ces y sus principales centros en el pa�s �m�s libre� corresponde exactamente a lo que nos cab�a esperar, contando con una adecuada comprensi�n de la m�xima de Hume.
Pocos a�os despu�s de que escribieran Hume y Hutcheson, los problemas que causaba la plebe en Inglaterra se extendieron a las colonias en rebeld�a de Am�rica. Los padres fundadores repitieron casi con las mismas palabras los sentimientos de los �hombres de la mejor calidad� brit�nicos. Como dijo uno de ellos: �Cuando hablo del pueblo, s�lo estoy pensando en la parte racional. Los ignorantes y vulgares no valen para juzgar los m�todos [de gobierno], dado que son incapaces de manejar las riendas [del gobierno]�. El pueblo es una �gran bestia� que ha de domarse, declar� su colega Alexander Hamilton. Hubo que ense�ar a los campesinos rebeldes e independientes, en ocasiones por la fuerza, que los ideales de los panfletos revolucionarios no hab�a que tom�rselos demasiado en serio. La gente del com�n no iba a estar representada por campesinos como ellos que conoc�an los sufr�mientas del pueblo, sino por personas bien nacidas, comerciantes, ahogados y dem�s �hombres responsables� en los que pod�a cont'iarse para que defendieran los privilegios.
La doctrina imperante fue muy claramente expuesta por el presidente del Congreso Continental y primer magistrado del Tribunal Supremo, John Jay: �Las personas que son due�as del pa�s deben gobernarlo�. Queda por resolver un punto: �qui�n es el due�o del pa�s? La pregunta qued� contestada con el desarrollo de las empresas privadas, en forma de sociedades an�nimas, y de las estructuras previstas para protegerlas y apoyarlas, aunque sigue siendo un tarea dif�cil obligar al pueblo a mantenerse en el papel de espectador.
Casi seguro que Estados Unidos es el caso de estudio m�s importante si pretendemos comprender el mundo actual y el de ma�ana. Una raz�n es su incomparable poder. Otra, sus estables instituciones democr�ticas. Adem�s, Estados Unidos estuvo m�s cerca que nadie de ser una tabula rasa. Am�rica puede ser �tan feliz como quiera�, comentaba Thomas Paine en 1776: �Tiene una hoja en blanco en la que escribir�. Las sociedades ind�genas f ueron en buena medida eliminadas. Estados Unidos tampoco contiene demasiados residuos de estructuras europeas anteriores, una de las razones de la relativa debilidad del contrato social y de los sistemas de adhesi�n, que a menudo tienen sus ra�ces en instituciones precapitalistas. Y, en unas proporciones no usuales, el orden sociopol�tico se proyect� de forma voluntaria. No es posible hacer experimentos al estudiar la historia, pero Estados Unidos es el pa�s que m�s cerca est� de ser el �caso ideal� de democracia capitalista de estado.
Aclem�s, el principal proyectista fue un astuto pensador pol�tico: James Madison, cuyas opiniones prevalecieron en gran medida. En los debates sobre la Constituci�n, Madison se�al� que si las elecciones inglesas �estuvieran abiertas a todas las clases del pueblo, quedar�a insegura la propiedad de los propietarios de tierras. Pronto habr�a una ley agraria�, la cual dar�a tierra a los sin tierra. El sistema constitucional deb�a pensarse de forma que impidiera estas injusticias y �asegurara los intereses permanentes del pa�s�, como son los derechos de propiedad.
Entre los estudiosos de Madison hay acuerdo en que �la Constituci�n fue intr�nsecamente un documento aristocr�tico pensado para refrenar las tendencias democr�ticas de la �poca�, que entregaba el poder a los �buenos� y exclu�a a quienes no fueran ricos, bien nacidos ni prominentes por haber ejercido el poder pol�tico (Lance Banning). La primera responsabilidad del gobierno es �proteger la minor�a de los opulentos frente a la mayor�a�, afirm� Madison. Este ha sido el principio que ha guiado al sistema democr�tico desde sus or�genes hasta hoy.
En las discusiones p�blicas, Madison hablaba de los derechos de las minor�as en general, pero est� bastante claro que estaba pensando en una determinada minor�a: �la minor�a de los opulentos�. La teor�a pol�tica moderna subraya la creencia de Madison en que, �en un gobierno justo y libre, deben protegerse de forma eficaz tanto los derechos de la propiedad como los de las personas�. Pero tambi�n en este caso es �til examinar la doctrina con mayor detenimiento. No existen derechos de la propiedad, s�lo derechos a la propiedad: es decir, derechos de las personas con propiedad. Tal vez yo tenga derecho a mi coche, pero mi coche no tiene ninguna clase de derechos. El derecho a la propiedad difiere tambi�n de otros en que la posesi�n que tiene una persona de la propiedad priva a otros del mismo derecho: si yo soy due�o de mi coche, usted no puede serlo; pero en una socieciad justa y libre mi libertad de expresi�n no limita la suya. El principio de Madison es, pues, que el gobierno debe proteger los derechos de las personas en general, pero debe garantizar de manera especial y adicional los derechos de una clase de personas, las que tienen propiedades.
Madison previ� que la democracia estar�a probablemente m�s amenazada conforme pasara el tiempo, debido al aumento de �la proporci�n de los que ser�n v�ctimas de todas las penalidades de la vida y, en secreto, suspirar�n por un reparto m�s equitaitivo de sus bendiciones�. Era posible que ganasen influencia, tem�a Madison. Le preocupaban los �s�ntomas de un esp�ritu nivelador� que ya hab�an aparecido y advirti� sobre �el futuro peligro� si el derecho al voto pon�a �poder sobre la propiedad en manos de quienes no la compart�an�. No cabe esperar que aquellos �sin propiedad, o sin esperanzas de adquirirla, simpaticen lo bastante con este derecho�, explicaba Madison. Su soluci�n era mantener el poder pol�tico en manos de quienes �representan y provienen de la riqueza de la naci�n�, �el conjunto de hombres m�s capaces�, manteniendo a la poblaci�n en general fragmentada y desorganizada.
El problema del �esp�ritu nivelador� tambi�n surgi� en el extranjero, por supuesto. Se aprende mucho sobre la �teor�a democr�tica que realmente existe� viendo c�mo se percibe este problema, especialmente en los documentos secretos para uso interno, donde los dirigentes pueden ser m�s sinceros y llanos.
T�mese el importante ejemplo de Brasil, el �coloso del sur�. En una visita realizada en 1960, el presidente Eisenhower asegur� a los brasile�os que �nuestro sistema de empresa privada con conciencia social beneficia a todo el mundo, lo mismo propietarios que trabajadores ... En libertad, el trabajador brasile�o es una feliz demostraci�n de las bienaventuranzas del sistema democr�lico�. El embajador agreg� que la influencia norteamericana hab�a derribado �el antiguo orden de Am�rica del Sur�, introduciendo �ideas revolucionarias como la libre ense�anza obligatoria, la igualdad ante la ley, una sociedad relativamente sin clases, un sistema de gobierno responsable y democr�tico, la libre empresa competitiva [y] un fabuloso nivel de vida para las masas�.
Pero los brasile�os reaccionaron con aspereza a las buenas nuevas aportadas por sus tutores del norte. Las elites latinoamericanas son �como ni�os�, inform� el secretario de Estado John Foster Dulles al Consejo Nacional de Seguridad, �sin pr�cticamente ninguna capacidad de autogobierno�. Lo que era a�n peor, Estados Unidos se halla �irremediablemente muy por detr�s de los sovi�licos en cuanto a haber desarrollado controles sobre las mentes y las emociones de los pueblos sencillos�. Dulles y Eisenhower manifestaron su preocupaci�n por la �capacidad [de los comunistas] para hacerse con el control de los movimientos de masas�, una capacidad que �nosotros no estamos en condiciones de igualar�: �Se dirigen a los pobres y �stos siempre han deseado expoliar a los ricos�.
En otras palabras, nos resulta dif�cil inducir a la gente a aceptar nuestra doctrina de que los ricos deben expoliar a los pobres, un problema de relaciones p�blicas que todav�a no se ha resuelto.
La administraci�n Kennedy se enfrent� al problema cambiando la misi�n de los militares latinoamericanos, que era la �defensa del hemisferio� y pas� a ser �la seguridad interior�, una decisi�n que tendr�a fatales consecuencias, empezando por el brutal y criminal golpe militar en Brasil. El ej�rcito estaba considerado por Washington una �isla de salud mental� dentro de Brasil y el golpe fue bien acogido por Lincoln Gordon, el embajador de Kennedy, como �una rebeli�n democr�tica�, en realidad �la victoria m�s decisiva de la libertad a mediados del siglo xx�. Antiguo economista de la Universidad de Harvard, Gordon agreg� que �la victoria de la libertad� � es decir, el derrocamiento violento de la democracia parlamentaria � deb�a �crear un clima mucho m�s apto para las inversiones privadas�, aportando alguna adicional luz sobre el significado en la pr�ctica de los t�rminos libertad y democracia.
Dos a�os despu�s el secretario de Defensa Robert McNamara informaba a sus socios de que �la pol�tica de Estados Unidos con los militares latinoamericanos hab�a sido, en conjunto, eficaz para alcanzar los objetivos que se pretend�an�. Esta pol�tica hab�a mejorado la �competencia en segurid�d interior� y establecido el �predominio de la influencia estadounidense entre los militares�. Los militares latinoamericanos entienden sus tareas y estan equipados para llevarlas a cabo gracias a los programas de Kennedy para ayuda e instrucci�n militar. Estas tareas incluyen el derrocamiento de gobiernos civiles �siempre que, a juicio de los militares, la conducta de los l�deres sea perjudicial para el bienestar de la naci�n�. Estas acciones de los militares son necesarias �en el medio cultural de Am�rica Latina�, explicaron los intelectuales kennedistas. Y podemos confiar en que las llevar�n a cabo como es debido, ahora que los militares han ganado �comprensi�n e inclinaci�n a favor de los objetivos estadounidenses�. Esto asegura un desenlace correcto de la �lucha revolucionaria por el poder entre los grandes agrupamientos que constituyen la actual estructura de clases� en Am�rica Latina, desenlace que proteger� el comercio y �la inversi�n privada de Estados Unidos�, la �ra�z econ�mica� que est� en el coraz�n de los �intereses pol�ticos estadounidenses en Am�rica Latina�.
Son clocumentos secretos, en este caso del liberalismo kennediano. El discurso p�blico es, naturalmente, muy distinto. Si nos atenemos a �ste, entenderemos poco sobre el verdadero significado de la �democracia� y sobre el orden global de los �ltimos a�os; ni tampoco del futuro, puesto que las riendas siguen en las mismas manos. Los estudios m�s serios exponen con claridad los hechos fundamentales. La Agencia Nacional de Seguridad, creada y respaldada por Estados Unidos, es investigada en un importante libro de Lars Schoultz, uno de los principales estudiosos de Am�rica Latina. Su objeto, en palabras de este autor, era �destruir para siempre la amenaza detectada contra la existente estructura de privilegios socioecon�micos mediante la eliminaci�n de la participaci�n de la mayor�a num�rica�, la �gran bestia� de Hamilton. El objetivo es b�sicamente el mismo que en la sociedad norteamericana, aunque los medios sean distintos.
La pauta persiste en la actualidad. El campe�n de los violadores de los derechos humanos en el hemisferio es Colombia, a su vez el principal recipiendario de ayuda e instrucci�n militar norteamericana en los �ltimos a�os. El pretexto es �la guerra contra el narcotr�fico�, pero esto es �un mito�, como explican sin excepci�n los principales grupos que defienden los derechos humanos, la iglesia y otros investigadores de la escandalosa marca de atrocidades y de los estrechos v�nculos entre narcotraficantes, terratenientes, el ej�rcito y sus socios paramilitares. El terror estatal ha devastado las organizaciones populares y pr�cticamente destruido el �nico partido pol�tico independiente mediante el asesinato de miles de activistas, entre ellos candidatos a la presidencia, alcaldes y dem�s. No obstante, Colombia es ensalzada como democracia estable, lo que de nuevo pone de manifiesto qu� se entiende por �democracia�.
Un ejemplo especialmente instructivo es la reacci�n a la primera experiencia democr�tica en Guatemala. En este caso, los documentos secretos son en parte accesibles, de modo que sabemos bastante sobre los criterios que guiaban la pol�tica. En 1952 la CIA advirti� de que las �medidas pol�ticas radicales y nacionalistas� del gobierno hab�an ganado �el apoyo o la aquiescencia de casi todos los guatemaltecos�. El gobierno estaba �movilizando al campesinado hasta entonces pol�ticamente inerte� y creando �un apoyo de masas para el actual r�gimen� mediante organizaciones de trabajadores, la reforma agraria y otras medidas �identificadas con la revoluci�n de 1944�, que hab�a promovido �un fuerte movimiento nacional para liberar Guatemala de la dictadura castrense, del atraso social y del "colonialismo econ�mico", que hab�an sido la norma en el pasado�. Las medidas pol�ticas del gobierno democr�tico �correspond�an a los intereses de la mayor parte de los guatemaltecos conscientes e inspiraban su lealtad�. La inteligencia del Departamento de Estado informaba de que la direcci�n democr�tica �insist�a en mantener un sistema pol�tico abierto�, lo que permit�a que los comunistas �ampliaran sus actividades y apelaran con efectividad a diversos sectores de la poblaci�n�. Estas deficiencias de la democracia fueron restalladas con el golpe militar de 1954 y el subsiguiente reinado del terror, siempre con el apoyo a gran escala de Estados Unidos.
El problema de asegurar el �consentimiento� tambi�n se plante� en las instituciones internacionales. Al principio, Naciones Unidas fue un instrumento de confianza para la pol�tica estadounidense y mereci� grandes elogios. Pero la descolonizaci�n trajo lo que iba a llamarse la �tiran�a de la mayor�a�. A partir de la d�cada de 1960 Washington pas� a ser quien m�s vetaba las resoluciones del Consejo de Seguridad (con Gran Breta�a en segundo puesto y Francia de tercero a distancia) y quien m�s veces volaba, solo o en compa��a de algunos pa�ses clientes, contra las resol uciones de la Asamblea General. Naciones Unidas perdi� el favor y empezaron a aparecer serios art�culos que se interrogaban sobre por qu� el mundo se estaba �oponiendo a Estados Unidos�, que Estados Unidos pudiera estarse oponiendo al mundo se consideraba demasiado extravagante para tenerlo en cuenta. Las relaciones estadounidenses con el Tribunal Internacional de la Haya y con otras instituciones supranacionales han seguido una evoluci�n similar, sobre lo cual volveremos.
Mis comentarios sobre las ra�ces madisonianas de las ideas que prevalecen sobre la democracia han sido injustos en un aspecto de importancia. Al igual que Adam Smith y otros fundadores del liberalismo cl�sico, Madison era precapitalista y, en esp�ritu, anticapitalista. Confiaba en que los gobernantes ser�an �iluminarlos hombres de estado� y �fil�sofos benevolentes�, �cuya sabidur�a sabr�a discernir lo mejor posible los verdaderos intereses de su pa�s�. Ellos �refinar�an� y �ensanchar�an� las �actitudes p�hlicas�, protegiendo los verdaderos intereses del pa�s contra los �desatinos� de las mayor�as democr�ticas; pero con luces y benevolencia.
Pronto hubo de descubrir otras cosas Madison, conforme la �minor�a de los opulentos� procedi� a utilizar su reci�n hallado poder de manera muy parecida a como hab�a predicho Adam Smith pocos a�os antes. Se esforzaron en seguir lo que Smith llam� la �infame m�xima� de los se�ores: �Todo para nosotros y
nada para los dem�s�. En 1792 Madison advirti� que en el incipiente estado capitalista en formaci�n se estaba �sustituyendo el motivo de servir al p�blico por el de los intereses privados�, lo que conduc�a a �un aut�ntico dominio de unos pocos bajo la aparente libertad de los m�s�. Deploraba �la osada depravaci�n de los tiempos� en que los poderes privados �se convertir�n en la guardia pretoriana del gobierno, a la vez sus intrumentos y su tirano, sobornados por su liberalidad e intimid�ndolo con clamores y alianzas�. Estos poderes proyectaron sobre la sociedad esa sombra que llamamos �la pol�tica�, como posteriormente dir�a Dewey. Uno de los principales fil�sofos del siglo xx y figura sobresaliente del liberalismo en Am�rica del Norte, Dewey subray� que la democracia tiene poco contenido cuando el gran capital gobierna la vida del pa�s a trav�s del control de �los medios de producci�n, comercio, publicidad, transporte y comunicaciones, reforzado por mandar en la prensa y en sus agencias, adem�s de en otros medios de publicidad y propaganda�. Sostuvo adicionalmente que, en una sociedad libre y democr�tica, los trabajadores deben ser �due�os de su propio destino laboral�, no herramientas que alquilan los patronos, ideas que pueden rastrearse en el liberalismo cl�sico y en la ilustraci�n, y que han reaparecido constantemente en las luchas populares lo mismo en Estados Unidos que en otros lugares.Ha habido muchos cambios en los �ltimos doscientos a�os,
pero las amonestaciones de Madison no se han vuelto sino m�s pertinentes, adoptando un nuevo significado desde la constituci�n de las grandes tiran�as privadas a las que se concedieron extraordinarios poderes a principios de siglo, sobre todo a trav�s de los tribunales. Las teor�as inventadas para justificar estas entidades, o �personas jur�dicas colectivas�, como a veces las denominan los historiadores del derecho, se basan en ideas que tambi�n est�n en el fondo del fascismo y del bolchevismo: las entidades org�nicas tienen derechos por encima de los de las personas. Son objeto de la magna �generosidad� de los estados que en buena medida dominan, de los que siguen siendo a la vez �herramientas y tiranos�, en expresi�n de Madison. Y han ganado un sustancial control sobre la econom�a nacional e internacional, as� como sobre los sistemas de informaci�n y adoctrinamiento, lo que trae a la cabeza otra de las preocupaciones de Madison: que �un gobierno popular sin informaci�n popular, o sin los medios para conseguirla, no es m�s que el pr�logo a una farsa o a una tragedia; o tal vez ambas cosas�.Deteng�monos ahora en las doctrinas que se han elaborado para imponer las modernas formas de democracia pol�tica. Se exponen con bastante precisi�n en un importante manual de la industria de relaciones p�blicas, obra de una de sus figuras m�s descollantes, Edward Bernays. Arranca con la observaci�n de que �la manipulaci�n consciente e inteligente de los h�bitos y opiniones establecidos de las masas es un componente importante ole la sociedad democr�tica�. Para llevar adelante esta tarea esencial, �las minor�as inteligentes deben utilizar la propaganda constante y sistem�ticamente�, porque s�lo �stas �comprenden los procesos mentales y las pautas sociales de las masas� y pueblen �mover los hilos que controlan la opini�n p�blica�. Por lo tanto, nuestra �sociedad ha consentido en permitir que la libre competencia se organice mediante el liderazgo y la propaganda�, otro caso de �consentimiento sin consentimiento�. La propaganda procura al liderazgo un mecanismo �para moldear el pensamiento de las masas� de tal modo que �encaucen su reci�n ganada fuerza en la direcci�n deseada�. El liderazgo puede �unitormar todas las parcelas de la opini�n p�blica tanto como el ej�rcito uniforma los cuerpos de los soldados�. Este proceso de �ingenier�a del consentimiento� es la mism�sima �esencia del proceso democr�tico�, escribi� Bernays poco despu�s de que la Asociaci�n Americana de Psicolog�a lo homenajeara en 1949.
La importancia de �controlar la opini�n p�blica� se ha reconocido cada vez con mayor claridad a medida que las luchas populares lograban ampliar el terreno de juego democr�tico, dando lugar as� a la aparici�n de lo que las elites liberales llaman �la crisis de la democracia�, lo que ocurre cuando poblaciones normalmente pasivas y ap�ticas se organizan y buscan entrar en la arena pol�tica para perseguir sus intereses y reivindicaciones, con lo que amenazan la estabilidad del orden. Tal como explicaba Bernays el problema, �con el sufragio universal y la escolarizaci�n universal ... al final incluso la burgues�a ha tenido miedo de la gente del pueblo. Pues las masas se promet�an llegar a ser el rey�, tendencia que por fortuna se ha invertido � as� se esperaba � conforme se han ido inventando y poniendo en pr�ctica nuevos m�todos �para modelar la mentalidad de las masas�.
Buen liberal del New Deal, Bernays hab�a cultivado sus habilidades en el Comit� de Informaci�n P�blica de Woodrow Wilson, la primera agencia estatal de propaganda que ha habido en Estados Unidos. �Fue el asombroso �xito de la propaganda durante la guerra lo que abri� los ojos de los contados inteligentes que hay en todos los sectores de la vida a las posibilidades de uniformar la opini�n p�blica�, explicaba Bernays en su manual de relaciones p�blicas, titulado Propaganda. Los contados inteligentes tal vez fueran conscientes de que su �asombroso �xito� se basaba, en no peque�a parte, en invenciones propagand�sticas acerca de las atrocidades de los �hunos� que les suministraba el Ministerio de Informaci�n brit�nico, que en secreto defin�a su actividad como la de �dirigir el pensamiento de la mayor parte de la gente�.
Todo esto es buena doctrina wilsoniana, lo que se conoce en teor�a pol �tica por �el idealismo de Wilson�. La visi�n personal de Wilson era que se necesita una elite de caballeros con �ideales elevados� para preservar �la estabilidad y la justicia�. La minor�a inteligente de �hombres responsables� es la que debe controlar la toma de decisiones, explicaba Walter Lippmann, otro veterano del comit� de propaganda de Wilson, en sus influyentes ensayos sobre la democracia. Lippmann tambi�n fue la figura m�s respetada del periodismo norteamericano y un notorio comentarista de la actualidad pol�tica durante medio siglo. La minor�a inteligente es una �clase especializada�, responsable de ajustar la pol�tica y �crear una s�lida opini�n p�blica�, pormenorizaba Lippmann. Debe estar libre de la interferencia del p�blico en general, compuesto de �intrusos ignorantes e impertinentes�. El p�blico debe �ser puesto en su silio�, prosegu�a Lippmann: su �funci�n� es ser �espectadores de la acci�n�, sin participar, excepto en los per�odos electorales cuando escogen entre la clase especializada. Los dirigentes deben tener libertad para operar en �aislamiento tecnocr�tico�, tomando prestada la actual terminolog�a del Banco Mundial.
En la Encyclopaedia of Social Sciences, Harold Laswell, uno de los fundadores de la moderna ciencia pol�tica, advirti� que las minor�as inteligentes deben reconocer la �ignorancia y estupidez de las masas� y no sucumbir a �dogmatismos democr�ticos acerca de que los hombres son los mejores jueces de sus propios intereses�. Los mejores jueces no son ellos, somos nosotros. Las masas deben ser controladas por su propio bien; y en las sociedades m�s democr�ticas, donde no cabe el recurso a la fuerza, los manipuladores sociales deben utilizar �todas las nuevas t�cnicas de control, en buena medida mediante la propaganda�.
N�tese que se trata de buena doctrina leninista. Es bastante llamativa la similitud entre la teor�a democr�tica progresista y el marxismo leninismo, algo que Bakunin hab�a predicho hace mucho tiempo.
Una vez bien entendido el concepto de �consentimiento�, podemos apreciar que la implantaci�n del programa del capital por encima de las objeciones de la gran mayor�a de la poblaci�n constituye, �con el consentimiento de los gobernados�, una forma de �consentimiento sin consentimiento�. Esto viene a ser una ajustada descripci�n de lo que ha ocurrido en Estados Unidos. A menudo hay una brecha entre las preferencias p�blicas y la pol�tica p�blica. En los �ltimos a�os esta brecha se ha vuelto
sustancial. Una comparaci�n aporta nueva luz sobre el funcionamiento del sistema democr�tico.
M�s del 80 por 100 del p�blico cree que el gobierno �act�a a favor de la minor�a y de intereses particulares, no de la gente�, superando el 50 por 100, m�s o menos, de a�os anteriores. M�s del 80 por 100 cree que el sistema econ�mico es �intr�nsecamente injusto� y que los trabajadores tienen poco que decir sobre lo que ocurre en el pa�s. M�s del 70 por 100 opina que �el mundo financiero ha ganado demasiado poder sobre demasiados aspectos de la vida norteamericana� y, casi en una proporci�n de 20 a 1, el p�blico cree que las empresas �deber�an sacrificar a veces parte de los beneficios con vistas a mejorar las condiciones de los trabajadores y de la comunidad�.
Las actitudes p�blicas se mantienen obstinadamente socialdem�cratas en importantes aspectos, como ocurri� durante todos los a�os de Reagan, en contra de lo que diga tanta mitolog�a. Pero debemos asimismo notar que estas actitudes quedan lejos de las ideas que animaron las revoluciones democr�ticas. Los trabajadores de la Am�rica del Norte del siglo xix no rogaban a sus gobernantes que fueran m�s ben�volos. M�s bien les negaban el derecho a mandar. �Las f�bricas deben ser de quienes trabajan en ellas�, exig�a la prensa obrera, manteniendo los ideales de la revoluci�n americana tal como los entend�a la peligrosa chusma.
Las elecciones al Congreso de 1994 son un ejemplo revelador de la distancia que hay entre la ret�rica y los hechos. Se las calific� de �terremoto pol�tico�, de �victoria aplastante�, de �triunfo del conservadurismo� que reflejaba el persistente �deslizamiento hacia la derecha�, al otorgar los votantes un �mandato arrolladoramente popular� a la tropa ultraderechista de Nwet Gingrich que promet�a �quitarnos el gobierno de encima� y volver a los felices tiempos en que reinaba el mercado libre.
Ateni�ndose a los datos, la �victoria aplastante� se obtuvo con poco m�s de la mitad de los votos emitidos, alrededor del 20 por l 00 del electorado, cifras que apenas se diferencian de las de dos a�os antes, cuando gan� el partido Dem�crata. Uno de cada seis votantes describi� los resultados como la �ratificaci�n del programa republicano�. Uno de cada cuatro hab�a o�do hablar del Contrato con Am�rica, que expon�a tal programa. Y cuando se la informaba, la gente se opon�a pr�cticamente a la totalidad del programa en su gran mayor�a. Alrededor del 60 por 100 de la poblaci�n quer�a que aumentasen los gastos sociales. Un a�o despu�s, el 80 por 100 sosten�a que �el gobierno federal debe proteger a los m�s vulnerables de la sociedad, sobre todo a pobres y ancianos, garantizando niveles m�nimos de vida y proporcionando prestaciones sociales�. Entre el 80 y el 90 por 100 de los norteamericanos eran partidarios de que el gobierno federal garantizase la asistencia p�blica para quienes no pueden trabajar, el seguro de paro, las medicinas subvencionadas y las atenciones a domicilio de los ancianos, unos m�nimos niveles de servicios sanitarios y la seguridad social. Tres cuartas partes apoyaban que se garantizase desde el gobierno federal el cuidado de los hijos de las mujeres trabajadoras con bajos ingresos. Es especialmente llamativa la persistencia de estas actitudes a la luz del ininterrumpido bombardeo de la propaganda destinada a convencer a la gente de que sostiene criterios radicalmente distintos.
Los estudios de opini�n p�blica muestran que cuanto m�s saben los votantes sobre el programa de los congresistas republicanos, m�s se oponen al partido y a su programa. El portaestandarte de la revoluci�n, Newt Gingrich, era impopular en el momento de su �triunfo� y se ha ido hundiendo posteriormente, pasando a ser tal vez la figura pol�tica m�s impopular del pa�s. Uno de los aspectos m�s c�micos de las elecciones de 1996 fue la escena en que los m�s estrechos colaboradores de Gingrich se esforzaron en negar toda conexi�n con su l�der y las ideas de �ste. En las primarias, el primer candidato en desaparecer, pr�cticamente desde el mism�simo inicio, fue Phil Gramm, el �nico representante de los congresistas republicanos, muy bien provisto de fondos, que dec�a todo cuanto se supon�a, seg�n los titulares de prensa, que gustaba a los votantes. En realidad, casi todos los temas pol�ticos desaparecieron desde el mismo instante en que los candidatos tuvieron que enfrentarse a los votantes en enero de 1996. El ejemplo m�s espectacular fue el equilibrio presupuestario. A lo largo de 1995, el principal problema del pa�s era cu�nto se tardar�a en alcanzarlo, si siete a�os o un poco m�s. El gobierno fue acallado varias veces durante el fragor de la controversia. Tan pronto se iniciaron las primarias se esfumaron las ch�charas sobre el presupuesto. El Wall Street Journal informaba con sorpresa de que los votantes �hab�an abandonado su obsesi�n por el equilibrio presupuestario�. La aut�ntica �obsesi�n� de los votantes era precisamente la contraria, como demostraban peri�dicamente las encuestas: su oposici�n a equilibrar el presupuesto bajo cualesquiera supuestos m�nimamente realistas.
Para ser exactos, una fracci�n del p�blico compart�a la �obsesi�n� de los dos partidos pol�ticos por equilibrar el presupuesto. En agosto de 1995, el 5 por 100 de la poblaci�n consideraba que el d�ficit era el problema m�s importante del pa�s, m�s o menos el mismo porcentaje que se inclinaba por los homeless. Pero entre el 5 por 100 obsesionado por el presupuesto se contaban personas de peso. �La patronal del pa�s ha hablado: equilibrar el presupuesto federal�, anunciaba el Business Week al informar sobre una encuesta entre ejecutivos estadounidenses de solera. Y cuando habla la patronal, lo mismo dicen la clase pol�tica y los medios de comunicaci�n, que explicaron a la poblaci�n que se precisaba equilibrar el presupuesto, detallando los recortes del gasto social en concordancia con la voluntad p�blica; y pasando por encima la sustancial oposici�n que demostraban las encuestas. No es sorprendente que el tema desapareciera s�bito del mapa cuando los pol�ticos tuvieron que hacer frente a la gran bestia.
Tampoco es sorprendente que el programa siga llev�ndose a pr�ctica seg�n el habitual proceder de doble filo, con crueles y a menudo impopulares recortes del gasto social a la par que aumentos en el presupuesto del Pent�gono a que se opone la opini�n p�blica, pero en ambos casos con el firme apoyo del empresariado. Las razones de que crezca el gasto son f�ciles de entennder si tenemos presente el papel que desempe�a el sistema del Pent�gono dentro del pa�s: transferir fondos p�blicos a sectores avanzados de la industria, de modo que los ricos electores de Newt Gingrich, por ejemplo, queden protegidos de los rigores del mercado con mayores subvenciones estatales que cualquier otro distrito del pa�s (exceptuando el propio gobierno federal), mientras el l�der de la revoluci�n conservadora denuncia el gigantismo estatal y alaba el austero individualismo.
Desde el principio estuvo claro en las encuestas que no eran ciertos los cuentos de la aplastante victoria conservadora. Ahora el fraude se admite en silencio. El especialista en encuestas de los republicanos de Gingrich explic� que, cuando �l expon�a que la mayor parte de la gente apoyaba el Contrato con Am�rica, lo que quer�a decir era que les gustaban los esl�ganes utilizados en la propaganda. Por ejemplo, sus estudios mostraban que el p�blico se.opon�a al desmantelamiento del sistema sanitario, el cual queria �conservar, proteger y reforzar� para �la siguiente generaci�n�. De modo que el desmantelamiento se presentaba en la propaganda como �una soluci�n que preserva y protege� el sistema sanitario para la siguiente generaci�n. De este tenor viene a ser todo en general.
Esto es muy natural en una sociedad que est� dirigida por las finanzas hasta un punto fuera de lo habitual, con inmensos gastos en m�rketing: un bill�n de d�lares al a�o, una sexta parte del producto nacional bruto, en buena parte deducible en los impuestos, de modo que la gente paga por el privilegio de ser sometida a la manipulaci�n de sus actitudes y comportamientos.
Pero la gran bestia es dura de domar. Repetidas veces se ha pensado que el problema estaba resuelto y que se hab�a alcanzado el �final de la historia�, una especie de utop�a de los se�ores. Un precedente cl�sico tuvo lugar en los or�genes de la doctrina neoliberal, a comienzos del siglo XIX, cuando David Ricardo, Thomas Malthus y otras grandes figuras de la econom�a cl�sica anunciaron que la nueva ciencia hab�a demostrado, con la misma exactitud que las leyes de Newton, que s�lo perjudicar�amos a los pobres si pretendi�ramos ayudarlos y que el mejor regalo que podemos ofrecer a las masas que sufren es librarlas de la ilusi�n de que tienen derecho a vivir. La nueva ciencia demostr� que las gentes no ten�an otros derechos m�s all� de los que pudieran al tener en el mercado de trabajo sin regulaci�n. En la d�cada de 1830 estas doctrinas parec�an haber triunfado en Inglaterra. Con la victoria del pensamiento derechista al servicio de los interes manufactureros y financieros brit�nicos, los habitantes de Inglaterra se vieron �forzados a entrar por la senda del experimento ut�pico�, escribi� Karl Polanyi, en su cl�sica obra La gran transformaci�n (The Great Transformation), hace cincuenta a�os. Fue la m�s �despiadada acci�n de reforma social de toda historia�, prosegu�a Polanyi, que �seg� innumerables vidas�. Pero surgi� un problema no previsto. Las est�pidas masas empezaron a sacar la conclusi�n de que si nosotros no tenemos ning�n derecho a vivir, vosotros no ten�is ning�n derecho a mandar. El ej�rcito brit�nico tuvo que hacer frente a algaradas des�rdenes, y pronto se conform� una amenaza a�n mayor cuando los trabajadores empezaron a organizarse, exigiendo normativas laborales y legislaci�n social que los protegiesen del crudo experimento neoliberal, y a menudo yendo mucho m�s lejos. La ciencia, que afortunadamente es flexible, adopt� formas nuevas conforme las opiniones de las elites variaron en respuesta a las incontrolables fuerzas populares, descubriendo que debe protegerse el derecho a vivir mediante alguna clase de contrato socal.
M�s entrado el siglo XIX, muchos estuvieron de acuerdo en que el orden hab�a vuelto a restaurarse, aunque unos cuantos disintieron. El famoso artista William Morris escandaliz� a la opini�n respetable al declararse socialista en una conferencia pronunciada en Oxford. Reconoc�a que era �la opini�n admitida que el sistema competitivo, el de "S�lvese quien pueda", es el �ltimo sistema econ�mico que conocer� el mundo; que es la perfecci�n y que, por lo tanto, con �l se ha alcanzado lo irrevocable�. Pero, si la historia ha terminado, continuaba, �la civilizaci�n perecer�. Y esto se negaba a creerlo, pese a las confiadas proclamas de los �hombres m�s sabios�. Ten�a raz�n, como ha demostrado la lucha de los pueblos.
Tambi�n en Estados Unidos se saludaron los Alegres Noventa de hace un siglo como �la perfecci�n� y �lo irrevocable�. Y en los Locos A�os Veinte se asum�a confiadamente que la clase trabajadora hab�a sido aplastada de una vez por todas y que se hab�a alcanzado la utop�a de los se�ores: unos �Estados Unidos muy poco democr�ticos�, que hab�an sido �creados por encima de las protestas de los trabajadores�, comenta David Montgomery, historiador de la Universidad de Yale. Pero de nuevo fue una celebraci�n prematura. Al cabo de pocos a�os la gran bestia escapaba una vez m�s de su jaula e incluso Estados Unidos, el mejor ejemplo de sociedad dirigida por las finanzas, fue obligado por la lucha popular a conceder derechos que se hab�an ganado mucho antes en sociedades m�s autocr�ticas.
Inmediatamente despu�s de la Segunda Guerra Mundial, el capital lanz� una ofensiva propagand�stica para recuperar, el terreno que hab�a perdido. A finales de los cincuenta se daba en general por hecho que se hab�a alcanzado el objetivo. Hab�amos llegado al �final de las ideolog�as� en el mundo industrial, escribi� el soci�logo de Harvard Daniel Bell. Pocos a�os antes, el director de una de las principales pubhcaciones especializadas en econom�a, Fortune, hab�a informado sobre la �desconcertante� magnitud de la campa�a propagand�stica de la patronal destinada a superar las actitudes socialdem�cratas que persistieron durante los a�os de la posguerra.
Pero de nuevo era la celebraci�n prematura. Los acontec mientas de los a�os sesenta demostraron que la gran bestia se manten�a al acecho, despertando una vez m�s entre los �hombres responsables� el miedo a la democracia. La Comisi�n Trilateral fundada por David Rockefeller en 1973, dedic� su primer gran estudio a la �crisis de la democracia� que viv�a todo el mundo industrial al estar tratando de introducirse en la arena p�blica grandes sectores de la poblaci�n. Los ingenuos podr�an interpretar que era un paso hacia la democracia, pero la Comisi�n entendi� que era un �exceso de democracia� y confiaba en restaurar los d�as en que �Truman hab�a podido gobernar el pa�s con la cooperaci�n de un n�mero relativamente peque�o de banqueros abogados de Wall Street�, como comentaba el ponente norteamericano. Eso era la debida �moderaci�n democr�tica�. De especial inter�s para la Comisi�n fueron los fracasos de las dc nominadas instituciones responsables �de adoctrinar a los j�venes�. las escuelas, las universidades y las iglesias. La Comisi�n propuso medidas para restaurar la disciplina y restablecer en la pasividad y la obediencia en la gran masa de la poblaci�n, con lo que superar�a la crisis de la democracia.
La Comisi�n representa los sectores internacionalistas m� progresistas del poder y de la vida intelectual en Estados Unidos, Europa y Jap�n: la administraci�n Carter perdi� casi por completo su parroquia. El ala derecha adopt� una l�nea mucho m�s dura.
Desde la d�cada de 1970, los cambios habidos en la econom�a internacional han puesto nuevas armas en manos de los se�ores, permiti�ndoles hacer menuzos el odiado contrato social que se hab�a ganado en la lucha popular. El espectro pol�tico de Estados Unidos, siempre tan estrecho, se ha adelgazado hasta la casi invisibilidad. Pocos meses despu�s de que Clinton tomara posesi�n de la presidencia, el art�culo de fondo del Wall Street Journal manifestaba su complacencia por que �asunto tras asunto, Mr. Clinton y su administraci�n se decantaran por el mismo lado que el empresariado norteamericano�, gan�ndose las felicitaciones de quienes dirigen las grandes corporaciones, que estaban encantados de �estar saliendo mucho mejor parados con esta administraci�n que con las anteriores�, como dijo uno de ellos.
Un a�o despu�s, los grandes hombres de negocios pensaron que a�n pod�a irles mejor, y en septiembre de 1995 el Business Week informaba de que el nuevo Congreso �representa un hito para la patronal: nunca antes hab�an llovido tant�simas peladillas sobre los empresarios estadounidenses�. En las elecciones de 1996, los dos candidatos eran republicanos moderados y, colaboradores del gobierno desde antiguo, candidatos del mundo financiero. La campa�a fue de una �insulsez hist�rica�, las encuestas de la prensa econ�mica mostraban que el inter�s del p�blico hab�a descendido incluso por debajo de los bajos niveles previstos, pese a que el gasto hab�a batido marcas, y que a los votantes no les gustaban ninguno de los dos candidatos y poco esperaban de cualquiera de ellos.
Hay un descontento en gran escala con el funcionamiento del sistema democr�tico. Un fen�meno similar se hab�a detectado en Am�rica Latina y, aunque las condiciones fueran muy distintas, las razones eran en parte las mismas. El polit�logo argentino Atilio Boron ha recalcado el dato de que en Am�rica Latina los procedimientos democr�ticos se establecieron a la vez que las reformas econ�micas neoliberales, que han sido un desastre para la mayor�a de la poblaci�n. La introducci�n de programas similares en el pa�s m�s rico del mundo ha tenido efectos similares. Cuando m�s del 80 por 100 de los habitantes opina que el sistema democr�tico es una farsa y que la econom�a es �intr�nsecamente injusta�, �el consentimiento de los gobernados� est� tocando fondo.
La prensa econ�mica deja constancia del �claro subyugamiento de la mano de obra por el capital durante los �ltimos quince a�os�, lo que ha reportado a �ste numerosas victorias. Pero tambi�n advierte que tal vez los d�as gloriosos no duren, debido a la cada vez m�s �agresiva campa�a� de los trabajadores �para asegurar[se] el llamado "salario digno"� y �garantizar[se] una mayor tajada del pastel�.
Merece la pena recordar que ya hemos pasado antes por todo esto. El �final de la historia�, la �perfecci�n� y la �irrevocabiliclad� se hab�an proclamado muchas veces, siempre en falso. Y pese a tantas s�rdidas repeticiones, un alma optimista todav�a podr�a discernir un lento progreso, con realismo, creo yo. En los pa�ses industriales avanzados, y tambi�n es frecuente en otros, las luchas populares pueden partir de un plano superior y con mejores expectativas que en los Alegres Noventa y en los Locos A�os Veinte, e incluso que hace tres d�cadas. Y la solidaridad internacional podr� adoptar formas nuevas y m�s constructivas conforme la gran mayor�a de los habitantes del mundo llegue a comprender que sus intereses son aproximadamente los mismos y que son defendibles si se act�a conjuntamente. No hay m�s raz�n ahora que antes para creer que estamos constre�idos por leyes sociales misteriosas y desconocidas, y no por las simples decisiones que se adoptan en instituciones sometidas a la voluntad humana; instituciones humanas que tienen que hacer frente a la prueba de la legitimidad y que, si no la satisfacen, son sustituihles por otras que sean m�s libres y m�s justas, como ha ocurrido tantas veces en el pasado.